Teatro abandonado
Los que me conocen saben que tengo una cuenta pendiente con el Albéniz. Corría el 2008 cuando este teatro cerró sus puertas definitivamente. Recuerdo uno de los últimos carteles que se colgó en su fachada (La vida es sueño de Juan Carlos Pérez de la Fuente). Todavía no era consciente de la relevancia que el teatro tomaría en mi vida.
Desde muy pequeña me acostumbré a ver aquel imponente teatro cada vez que acompañaba a mi madre a comprar sus cosas a Pontejos. Era parte de mi Madrid. Jamás olvidaré el día que lo vi cerrado por primera vez, y menos aún el día que tapiaron sus puertas y ventanas. Se acababa de convertir en un mausoleo, una parte del teatro había muerto. Han sido más los teatros y salas que cerraron sus puertas, pero para mí el cierre del Albéniz marcó un antes y un después. Cada vez que vuelvo a pasar por delante de él siento aquel dolor, el mismo que el del día que vi como cerró. Ignoraba los motivos y poco me importaban. Le pregunté a mi madre, más enterada que yo en aquel momento, si había cerrado para siempre. Mi cabeza no quería entender cómo podía llegarse a clausurar un lugar como aquel. La rabia y la pena de aquel día podían haberse quedado en una anécdota, pero sorprendentemente han pasado casi diez años y a diario me acuerdo del Albéniz. Era algo más, no era un teatro más que cerraba, fue la toma de conciencia de que mataban un pedazo del teatro. Aquel día empezó una lucha.
La vida entre patas (que no bambalinas)
Desde pequeña he estado en contacto con el teatro. Bien niña miraba a las acomodadoras con admiración por trabajar ahí, a los técnicos que no paraban de moverse, ellos estaban en el teatro antes que nadie, porque formaban parte de él. También pequeña empecé a pisar las tablas con un grupo de aficionados. Me gustaba estar delante y detrás, siempre encima del escenario o cerca de él. Cuando no me tocaba actuar me veía la función recogida entre patas, no me gustaba perder detalle (lograba aprenderme la función entera). Alguna vez lo hice entre bambalinas, cuando tocaba visitar algún teatro con acceso al peine. Hacía lo que fuera. Cuando actuaba me gustaba sentir el calor de los focos, pero me tocó mover escenografías, hacer fotografías, ayudar a otros a cambiarse de vestuario o incluso colocarme los cascos de regidora alguna vez. Éramos pocos y teníamos que hacer de todo. A nuestro modo éramos una pequeña familia teatrera; mi madre se encargaba del vestuario (siempre será mi modista), mi padre y mis tíos técnicos de iluminación y sonido. Jamás olvidaré aquellos años. Todavía hoy en situaciones de "emergencia" llamo a mis técnicos particulares o le pido a mi madre que me cosa algo. Todavía hoy me escondo en algún lugar de la Comedia a aprenderme las funciones y no perderme detalle... y tengo la ligera sospecha de que será así siempre.
Toda esa vida muere cuando se cierra un teatro.
Supongo que desde hace años supe que era mi lugar, aunque tardara en determinarme a ello. La paz, sentir que estaba en mi sitio cada vez que entraba en el teatro ha sido una constante en mi vida. Ese algo que sentía al ir o al formar parte de todo. A día de hoy decir que voy al teatro es lo mismo que decir que voy a casa. Entramos los primeros, salimos los últimos. Y es que "Tiene veneno, ¿sabes?, el teatro tiene veneno... Un no sé qué, un misterio. Hay gente que dice: voy a probar, un año, dos, y si me va mal, me dedico a otra cosa. Y luego no lo pueden dejar. Tiene veneno. [...] Los cómicos somos una casta privilegiada"
Volverás...
Siempre he sentido una atracción embriagadora hacia los lugares abandonados. Qué maravilla poder visitar ahora mismo el Albéniz. Qué maravilla romper los muros que cierran sus puertas, desempolvar sus butacas y sus tablas. Qué maravilla devolverle la vida.
Se podrán cerrar edificios, pero el teatro vivirá; en la calle, en nuestros salones, en las aulas, en el camino. Porque la lucha no cesará nunca. Estamos vivos, y nos mutilan cuando cierran un teatro, pero seguimos caminando, aunque sea con las manos y arañando el suelo. Vivimos. Viviremos.
Volverás, Albéniz, y espero que a nadie se le pase por la mente de nuevo reconvertirte en centro comercial. Volverás con un mejor escenario, con voces nuevas, con butacas llenas, con vida.
Mientras tanto yo te seguiré visitando.
Desde muy pequeña me acostumbré a ver aquel imponente teatro cada vez que acompañaba a mi madre a comprar sus cosas a Pontejos. Era parte de mi Madrid. Jamás olvidaré el día que lo vi cerrado por primera vez, y menos aún el día que tapiaron sus puertas y ventanas. Se acababa de convertir en un mausoleo, una parte del teatro había muerto. Han sido más los teatros y salas que cerraron sus puertas, pero para mí el cierre del Albéniz marcó un antes y un después. Cada vez que vuelvo a pasar por delante de él siento aquel dolor, el mismo que el del día que vi como cerró. Ignoraba los motivos y poco me importaban. Le pregunté a mi madre, más enterada que yo en aquel momento, si había cerrado para siempre. Mi cabeza no quería entender cómo podía llegarse a clausurar un lugar como aquel. La rabia y la pena de aquel día podían haberse quedado en una anécdota, pero sorprendentemente han pasado casi diez años y a diario me acuerdo del Albéniz. Era algo más, no era un teatro más que cerraba, fue la toma de conciencia de que mataban un pedazo del teatro. Aquel día empezó una lucha.
La vida entre patas (que no bambalinas)
Desde pequeña he estado en contacto con el teatro. Bien niña miraba a las acomodadoras con admiración por trabajar ahí, a los técnicos que no paraban de moverse, ellos estaban en el teatro antes que nadie, porque formaban parte de él. También pequeña empecé a pisar las tablas con un grupo de aficionados. Me gustaba estar delante y detrás, siempre encima del escenario o cerca de él. Cuando no me tocaba actuar me veía la función recogida entre patas, no me gustaba perder detalle (lograba aprenderme la función entera). Alguna vez lo hice entre bambalinas, cuando tocaba visitar algún teatro con acceso al peine. Hacía lo que fuera. Cuando actuaba me gustaba sentir el calor de los focos, pero me tocó mover escenografías, hacer fotografías, ayudar a otros a cambiarse de vestuario o incluso colocarme los cascos de regidora alguna vez. Éramos pocos y teníamos que hacer de todo. A nuestro modo éramos una pequeña familia teatrera; mi madre se encargaba del vestuario (siempre será mi modista), mi padre y mis tíos técnicos de iluminación y sonido. Jamás olvidaré aquellos años. Todavía hoy en situaciones de "emergencia" llamo a mis técnicos particulares o le pido a mi madre que me cosa algo. Todavía hoy me escondo en algún lugar de la Comedia a aprenderme las funciones y no perderme detalle... y tengo la ligera sospecha de que será así siempre.
Toda esa vida muere cuando se cierra un teatro.
Supongo que desde hace años supe que era mi lugar, aunque tardara en determinarme a ello. La paz, sentir que estaba en mi sitio cada vez que entraba en el teatro ha sido una constante en mi vida. Ese algo que sentía al ir o al formar parte de todo. A día de hoy decir que voy al teatro es lo mismo que decir que voy a casa. Entramos los primeros, salimos los últimos. Y es que "Tiene veneno, ¿sabes?, el teatro tiene veneno... Un no sé qué, un misterio. Hay gente que dice: voy a probar, un año, dos, y si me va mal, me dedico a otra cosa. Y luego no lo pueden dejar. Tiene veneno. [...] Los cómicos somos una casta privilegiada"
Volverás...
Se podrán cerrar edificios, pero el teatro vivirá; en la calle, en nuestros salones, en las aulas, en el camino. Porque la lucha no cesará nunca. Estamos vivos, y nos mutilan cuando cierran un teatro, pero seguimos caminando, aunque sea con las manos y arañando el suelo. Vivimos. Viviremos.
Volverás, Albéniz, y espero que a nadie se le pase por la mente de nuevo reconvertirte en centro comercial. Volverás con un mejor escenario, con voces nuevas, con butacas llenas, con vida.
Mientras tanto yo te seguiré visitando.
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