Lo cotidiano
A Navia, por enseñarme a buscar
lo cotidiano.
A
todos los que han andado conmigo este camino
y a los que siguen haciéndolo.
El
olfato es el sentido de lo cotidiano, el sentido que nos guía y transporta en
el tiempo, el que nos devuelve a una tarde de verano en el patio de la abuela,
a la primera vez que fuimos al teatro, a la casa que por primera vez que
llamamos hogar, al patio del colegio, a esa persona con un perfume sin nombre,
a la oficina de nuestro primer trabajo. El olor de lo que cocina una hija es
igual que el de la cocina de su madre. Y así sucesivamente nos remontamos a los
olores primitivos, a los de las cavernas, que no debieron ser demasiados.
Es
muy fácil perderse en un mundo tan lleno de carreteras, desvíos, autopistas,
curvas peligrosas sin señalizar y carreteras de montaña demasiado estrechas. La
única manera de encontrarse quizá sea volver al camino, al de tierra, polvo y
guijarros, al que serpentea entre el verde de la primavera o entre el amarillo
del verano. Volver a la tierra, a los olores primigenios. En los caminos de
tierra no hay señales, hay que confiar y seguir caminando. Lo que sí es certero
es que siempre conducen a un destino. Dicen que cuando te pierdes en la llanura
al fondo de los caminos se ve el campanario del siguiente pueblo, así sabrás que
estás llegando a algún lugar. Si al final no ves ninguna torre es que todavía
queda un poco más por andar.
Cuando
nos perdamos solo tenemos que volver a oler. No tenemos el sentido tan
atrofiado como creemos. Volver a buscarnos en nuestras raíces, en la madre.
Somos los olores de todos los tiempos concentrados en momentos singulares. La
inmortalidad es el olor de un pétalo de rosa artificial guardado en una caja
de madera. No debemos tener miedo a quedarnos solos, a re-conocernos después de
mucho tiempo perdidos, quizá toda la vida, a volver a olernos.
Nos
vamos a pasar la vida andando un camino que no conocemos y del que no somos
dueños. Creíamos poder girar en el siguiente cruce pero hay un tronco caído que
nos hace seguir por donde no pensábamos. El camino es largo por eso necesitamos
parar en mitad de la noche a descansar, encender lumbre y contarnos historias. Huele
a humo, a leña quemada y al relente de la noche. Seguramente sean los olores más
antiguos que tenemos, los compartimos con la humanidad de todos los tiempos. Alrededor
del fuego no conocemos a los otros caminantes; hay un hombre alto, delgado con
el pelo largo, una mujer rubia y de ojos claros, otro hombre pequeño y cano, dos chicas morenas
con la piel muy blanca, un hombre con el pelo rizado y despeinado. Mañana por
la noche puede que no estén todos pero su hueco y su olor a humo permanecerán. Nos
reunimos en torno al fuego, cansados del camino, cada uno del suyo, pero que
esta noche se han unido. Nos contamos historias, nos explicamos con las
palabras, sanamos para seguir. Por la mañana tendremos pegado el olor a humo a
la ropa igual que la escarcha del amanecer.
Las
primeras que partieron fueron las chicas de piel blanca. No se las escuchó
marchar. En el horizonte, lejos, se ven las siluetas del hombre cano al lado
del alto, hoy han decidido caminar juntos. Yo me voy, sin hacer ruido y
despertar a los otros caminantes. Me llevo sus historias y su perfume conmigo. Seguro
que en esta maraña de caminos de polvo nos volveremos a encontrar, tengo una estúpida
sensación de esperanza en el corazón y una extraña certeza.
Soy
olor a humo, a tomillo pisado, al relente de la noche, al cocido de mi madre, a
la casa de mi abuela, a gasolina, a las lilas de hace quince años, a incienso,
a tierra mojada, a pueblo en vendimia, a humo de coches, a disolvente, a
teatro, a libro viejo, a él, a ellos, a cloro, a coche nuevo, a pintura fresca,
al líquido blanco del tallo de las amapolas, a tren subterráneo, a caballo
mojado, a taller, a ella, a alquitrán, a tinta, a humo de mentira, a piso
viejo, a ropa prestada, a cuaderno sin abrir, a la arena del recreo, a
suavizante, a goma, a polvo.
A cotidiano.
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