Revolución en la butaca trece, segunda fila
“Todo
acto teatral es un acto político”. Son las palabras que Miguel del Arco
pronunció en agosto de 2017 (el mismo día de los atentados de Barcelona) en
relación a su versión de Antígona. El
director lanzó una pregunta a los asistentes: ¿qué sentido tiene venir hoy al
teatro?, ¿qué sentido tiene subirse hoy a un escenario? Él mismo respondió: hoy
tiene más sentido que nunca.
¿Cuál
es el deber del teatro?, ¿por qué escribimos, representamos, versionamos,
leemos, interpretamos o vamos al teatro?, ¿hay política de verdad en todo acto
teatral? No existe una norma sobre cómo debe ser el teatro o lo que debe
conseguir, ni las vías que tiene que seguir para conseguir su objetivo (¡menos
mal!). Hay tantas como opiniones. Hay quien busca en el teatro el mero hecho de
entretener, de pasar el rato, de encontrar el lugar para no pensar. Televisión
en tres dimensiones. Si esta es nuestra concepción nos acercamos peligrosamente
a lo que la mala televisión está consiguiendo: hacernos dejar de pensar, la
información entra y sale por nosotros. No queda poso, no se retiene, nada. ¿Qué
debe conseguir el teatro, entonces? Agitar la conciencia del espectador, del
actor, del director, escritor, de todo el que sea partícipe en el hecho
teatral. Porque el acto teatral comienza con la idea primigenia del dramaturgo,
la chispa. Abarca todo el proceso (desde la escritura hasta la puesta en escena)
e incluso lo supera. ¿Y el entretenimiento?, no hay que olvidarlo. Hay en el
acto teatral un componente fundamental y básico: el teatro debe entretener,
pero en la totalidad de la definición del término. Hay muchos modos de
diversión y debemos buscar el que aporte algo. A veces caemos en el error de
que el entretenimiento es algo carente de profundidad. Pero la diversión y el
compromiso en el teatro no están reñidos, es más, se estrechan fuertemente de
la mano.
El
teatro debe conseguir cambiar el mundo. Es la vía que elegimos para hacerlo,
nuestra arma, nuestro modo de revelar y rebelarnos. Son palabras grandes, pero cambiar
el mundo no significa acabar con guerras o pandemias mundiales. Cambiar el
mundo es generar una conciencia en la sociedad que evite que haya guerras y
pandemias mundiales. Cambiar el mundo es que, aunque solo sea uno, el
espectador salga de la sala temblando, que algo haya cambiado en él. Es la
labor de actores, directores y toda la otra cara de la moneda. Ellos están
detrás, son los artífices de ese cambio, los propulsores. “¡Levantaos jóvenes,
despertad, no podemos seguir viviendo así!”; Israel Elejalde en Ensayo de Pascal Rambert. Y es que hay que
levantarnos, jóvenes y viejos, hay que conseguir cambiar el mundo con el
teatro. Creamos, ponemos en escena de forma no gratuita, siempre hay un motivo.
El teatro debe llegar al espectador contemporáneo, debe atravesarlo como un
rayo. La labor de la farándula, del primero al último, desde el escritor hasta
el actor, de las palabras, es esa: conseguir partir en dos a los que se sientan
cómodamente en sus butacas. Inquietar, desgarrar, atravesar, herir. Incomodar.
Las vías para conseguir el cambio: infinitas. No es necesario acogerse a la
tragedia grecolatina o a Shakespeare para tomar conciencia de los dramas de
hoy. La comedia puede conseguirlo igualmente. Se puede llorar con Alcestes y
reír con Creonte. Lo importante es que nadie salga ileso de la sala. Es nuestra
labor, la de todos los que nos dedicamos en mayor o menor medida a esto la de
agitar, cambiar y hacer reflexionar. Cambiar el mundo. Porque hay en el teatro
un compromiso, una magia que lo toca todo.
Dejemos
de poner fósiles en escena. Dejemos de hacer mala televisión en el teatro. Hay
que tocar al público, herirlo y hacerlo cambiar. El ser humano es un ser
político, un ser social. Aristóteles lo dijo. Las circunstancias históricas que
nos toca vivir, la sociedad, la familia y el lugar de nacimiento nos determinan
moralmente. Nos relacionamos, vivimos por y para los otros. Nadie se encierra en
sí mismo. Nadie puede aislarse del mundo. El que lo hace, como también apunta
el filósofo griego, o es una “bestia o un dios”. Las limitaciones del teatro
son evidentes y acusadas desde hace siglos. Nunca ha sido un arte
multitudinario; quizá desde el Siglo de Oro el teatro no ha vuelto a vivir un
momento de afluencia de público semejante. La máxima audiencia que consiga
captar una obra con el mayor éxito posible no es ni mucho menos una parte
notable de nuestra sociedad. Pero somos animales sociales, no lo olvidemos.
Todo se contagia, el teatro puede extenderse como una pandemia. Una vez
contagiado uno pueden caer todos. Ese pequeño cambio que se produce en algún
espectador será el cambio del futuro. Ya no vive igual, ya no percibe igual las
relaciones humanas, no se comportará como hasta el momento. Vivirá de manera
distinta y en consecuencia los que le rodean también. Pandemia, virus. Hay que
lograr que el teatro lo sea. Por eso es un arma, ¿silenciosa?, no siempre. La
palabra, la puesta en escena, es lo que tenemos que tomar para empezar a
cambiar el mundo. Y podemos hacerlo. Hay una pequeña revolución en la segunda
fila, en el asiento trece de un teatro cada día; hay un cambio infinito y
contagioso. Porque somos sociales, para bien o para mal, vivimos en sociedad.
Si uno cambia, si uno se contagia, los demás lo harán.
El
teatro es la vía, la palabra la herramienta. También es Aristóteles, en su
Política, el que dice que lo que nos diferencia de los animales y nos hace
superiores es la palabra. Es ella la que aporta la capacidad de discernir entre
lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. El teatro es palabra. Es cierto que
las formas de teatro son infinitas, y desde hace siglos existe, entre otros, el
teatro de objetos, el musical, y un infinito etcétera. Pero creemos que la base
debe ser la palabra. Es la esencia humana; todo cambió gracias al lenguaje.
Somos lo que somos por la capacidad de hablar. El mundo, los hombres: la
palabra. La puesta en escena puede y debe acompañarse de otros elementos pero su
base fundamental debe ser la lengua.
Cambiar
el mundo no va de grandes hazañas, el mundo se cambia desde abajo. Cuando
hablamos de hacer política en el teatro entramos en un terreno espinoso, ya que
las formas de lo que podría considerarse teatro político son diversas y fuente
de discusión desde hace años. No queremos caer en la literatura panfletaria, la
que está ligada fuertemente a ideologías, porque no es la labor de la
literatura ser un pasquín. La literatura, el teatro, están por encima. Es la fuente
de valores universales, humanos. Resulta imposible desligar al ser humano de la
ideología política: no tomar partido es una forma de posicionarse. El valor de
la literatura está en ir más allá de las ideologías, en aportar valores que
sobrevivan a las doctrinas. Asimismo el teatro tiene la capacidad y el deber de
cambiar, hay que cambiar los valores básicos, la forma de ver el mundo, hacer
al espectador cuestionarse sus propios principios. El teatro en el que nosotros
creemos es de denuncia social, quiere transformar la sociedad pero nunca cae en
el panfleto.
El teatro es el arma que nos queda para combatir, incluso cuando nos lo quiten todo.
Comentarios
Publicar un comentario